lunes, 8 de octubre de 2012

LAS BODAS ALQUÍMICAS DE CHRISTIAN ROSENKREUTZ 7


JORNADA SÉPTIMA
Desperté poco después de las ocho. Me vestí con rapidez para volver a entrar en la torre pero eran tantos los caminos que se iban entrecruzando en la muralla que estuve perdido durante bastante rato antes de encontrar la salida. Los otros tuvieron el mismo problema, pero finalmente nos reunimos en la sala inferior. Obtuvimos nuestros Vellocinos de Oro y nos vistieron por completo con ropaje amarillo. 1. La Virgen nos dijo que éramos caballeros de la Piedra de Oro, cosa que desconocíamos hasta el momento.
Desayunamos ataviados de esta manera; luego, el anciano nos dio a cada uno una medalla de oro. Podíamos leer en el anverso estas palabras:
AR. NAT. MI Mientras que en el reverso se leía:
TEM. NA. F. 3
Nos pidió que nunca nos comportáramos de forma distinta a lo que indicaban las normas de esta medalla conmemorativa.
Los barcos zarparon. Estaban preparados admirablemente. Al verlos se diría que las cosas maravillosas que contemplábamos en ellos habían sido colocadas allí de forma expresa para nosotros.
Eran doce barcos; seis de los nuestros y otros seis del anciano. Éste ocupó los suyos con gallardos soldados y vino al barco donde estábamos nosotros reunidos. Los músicos, de los que el anciano tenía en gran número, se pusieron a la cabeza de la flotilla para deleitarnos. Los pabellones enarbolaban los doce signos celestes 4; el nuestro llevaba el signo de la Libra. Entre otras cosas maravillosas que había en el barco se hallaba un reloj que marcaba cada minuto.
Los navíos navegaban con una rapidez extraordinaria; apenas llevábamos viajando unas dos horas cuando el capitán nos avisó que veía tan gran número de barcos que casi cubrían el lago. Llegamos a la conclusión de que acudían a recibirnos, y así fue en efecto; cuando entramos en el lago por el canal ya mencionado, contamos alrededor de quinientas embarcaciones. Una de ellas refulgía de oro y pedrería; llevaba al Rey y a la Reina, además de a otros señores, damas y doncellas de noble cuna.

Las dos partes dispararon salvas cuando estuvimos próximas; el ruido producido por las trompetas y los tambores fue tan estrepitoso que los navíos retumbaban. Cuando finalmente estuvimos junto a ellos, rodearon nuestros barcos y se pararon. El viejo Atlas se presentó de inmediato en nombre del Rey y nos habló brevemente, aunque con elegancia; además de darnos la bienvenida nos preguntó si estaba a punto el regalo real.
Algunos compañeros nuestros se sorprendieron al saber que el Rey había resucitado, ya que estaban convencidos de que eran ellos quienes tenían que despertarlo. No les quisimos sacar de su sorpresa y fingimos estar nosotros mismos muy extrañados. Cuando Atlas terminó, fue nuestro anciano quien tomó la palabra, respondiendo un poco más extensamente; deseó felicidad y prosperidad al Rey y a la Reina y entregó luego un hermoso cofrecito. 5. No sé lo que contenía, pero vi que se confió su custodia a Cupido que jugueteaba entre ambos.
Terminados los saludos dispararon una nueva salva y seguimos avanzando todavía bastante tiempo hasta que arribamos a la orilla. Llegamos junto al primer pórtico por el que entré la primera vez. En él nos esperaban una gran cantidad de sirvientes del Rey con varios centenares de caballos.
Al desembarcar, el Rey y la Reina nos estrecharon la mano muy amigablemente y tuvimos que montarnos en los caballos.
Desearía suplicar ahora al lector que no atribuya lo siguiente a mi orgullo ni al deseo de vanagloriarme; si no fuera completamente indispensable el narrarlo a buen seguro callaría con gusto los honores con los que fui agasajado. Nos repartieron a todos, por turno, entre los distintos señores. Pero nuestro anciano y yo tuvimos que cabalgar al lado del Rey portando una bandera blanca como la nieve con una cruz roja. Me colocaron en ese sitio a causa de mi avanzada edad; los dos teníamos los cabellos grises y luengas barbas blancas.
Como llevaba atadas mis insignias alrededor de mi sombrero, el joven Rey las observó rápidamente y me interrogó sobre si había sido yo quien había conseguido descifrar los signos grabados en el pórtico. Contesté de modo afirmativo, demostrando un profundo respeto. Se rió de mis maneras y me indicó que en adelante no había necesidad de tanto ceremonial: que yo era su padre. Luego me preguntó cómo había logrado desempolvarlos, a lo que contesté: “Con agua y sal”. 6. Entonces se sorprendió por mi sutileza. Le conté entusiasmado mi aventura con el pan, la paloma y el cuervo, me escuchó con benevolencia y afirmó que ésta era la prueba de que Dios me había destinado para una dicha singular.
De esta forma, caminando, llegamos al primer pórtico y se nos presentó el guardián vestido de azul. Cuando me vio al lado del Rey me pidió respetuosamente que me acordara ahora de la amistad que me había manifestado. Interrogué al Rey sobre este guardián y me contestó que era un célebre y eminente astrólogo que había gozado siempre de una alta consideración junto al Señor, su padre. Mas había ocurrido que el guardián había ofendido a Venus sorprendiéndola y mirándola mientras descansaba en su lecho, y se le había castigado encargándole la guardia de la primera puerta hasta que alguien lo libertara. Le pregunté al Rey si ello era posible y me respondió: “Sí; si descubrimos a alguien que haya cometido un pecado tan grande como el suyo, lo pondremos de guardián en la puerta y éste será liberado.” Al oír estas palabras quedé turbado profundamente ya que mi conciencia me decía que era yo mismo este delincuente. No obstante, nada dije y transmití la petición.
Cuando el Rey supo de ella tuvo un sobresalto tan violento que la Reina, que cabalgaba detrás nuestro acompañada por las vírgenes y por la otra reina - la que habíamos visto cuando la suspensión de los pesos -, se dio cuenta y le preguntó a propósito de la carta. Nada quiso responder y, estrechando la carta contra él, habló de otra cosa hasta que llegamos a las tres al patio del Castillo. Nos apeamos de los caballos y acompañamos al Rey a la sala de la que ya he hablado. El Rey se retiró de inmediato con Atlas a un apartamento y le hizo leer la demanda. Atlas se apresuró a subir al caballo para pedirle al guardián que completara la información. Luego el Rey se sentó en el trono y los demás señores, damas y doncellas hicieron lo propio. Nuestra virgen elogió entonces la dedicación que habíamos demostrado, nuestros esfuerzos y nuestras obras y le pidió al Rey y a la Reina que nos recompensaran sobradamente y que la dejaran disfrutar en el futuro de los frutos de su misión. El anciano se levantó también y aseveró que sería ecuánime satisfacer las dos demandas. Tuvimos que retirarnos un momento y nos fue concedido a cada uno el derecho de formular un deseo que sería escuchado, siempre y cuando fuera realizable, ya que se preveía con certeza que el más sabio formularía el deseo que más le conviniera; nos exhortaron a que pensáramos sobre la cuestión hasta pasada la hora de la comida.
El Rey y la Reina, para distraerse, decidieron jugar. El juego era parecido al ajedrez, pero tenía otras reglas. 7. Las virtudes estaban a un lado y los vicios enfrente; los movimientos mostraban la forma cómo los vicios tienden trampas a las virtudes y como éstas deben librarse de ellas. Sería interesante que nosotros tuviéramos un juego parecido.
Mientras, llegó Atlas y dio cuenta de su misión en voz baja. Me sonrojé, pues mi conciencia no me dejaba en paz. El Rey me tendió la petición e hizo que la leyera.
Aproximadamente decía lo siguiente: En primer lugar el guardián expresaba al Rey sus votos de dicha y prosperidad con la esperanza de que su descendencia fuera muy numerosa. Luego aseveraba que llegado era el día en que, según la promesa real, debía ser liberado, ya que, según sabía a ciencia cierta, Venus había sido descubierta y contemplada por uno de sus huéspedes. Le pedía, pues, a Su Majestad Real, que tuviera a bien realizar un interrogatorio minucioso; así confirmaría que estaba en lo cierto, y si no, se comprometía a permanecer en la puerta para toda su vida. Le pedía muy respetuosamente a Su Majestad que le permitiese asistir al banquete aun con riesgo de su vida, ya que esperaba descubrir así al malhechor y obtener la liberación tan ansiada.
Todo esto se exponía extensamente y con un arte inigualable. En verdad, yo estaba en una situación privilegiada para apreciar la perspicacia del guardián aunque era penosa para mí y hubiera preferido no conocerla nunca; no obstante, me consolé al pensar que quizá pudiera echarle una mano. Le pregunté al Rey si no había otro modo de liberarle. “No - me contestó el Rey -, pues estas cosas son muy graves, aunque por esta noche podemos acceder a sus deseos.” Por lo tanto, le hizo llamar. Mientras tanto, habían servido las mesas en una sala en la que no habíamos estado nunca; se llamaba el Completo. Estaba dispuesta de una manera tan maravillosa que me es imposible dar una descripción. Nos condujeron a ella con gran pompa y boato. Esta vez estaba ausente Cupido pues, según se me informó, la afrenta hecha a su madre lo había indispuesto; así mi felonía, origen de la petición, fue causa de una gran tristeza. Al Rey le repugnaba tener que realizar un interrogatorio entre sus invitados, ya que habría revelado los hechos a quienes todavía los ignoraban. Por lo que, haciendo lo imposible por parecer alegre, permitió al guardián - que ya había llegado - que ejerciera una estrecha vigilancia.
Terminamos animándonos y nos entretuvimos con toda clase de temas placenteros y útiles.
No recordaré aquí el menú y las ceremonias pues no hay necesidad de ello y tampoco es de utilidad a nuestro fin. Todo era perfecto, más allá de cualquier mesura, por encima de cualquier arte o destreza humana; y no es en las bebidas en lo que estoy pensando al escribir estas palabras. Esta comida fue la última y la más encomiable de cuantas he participado.
Después del ágape quitaron con rapidez las mesas y dispusieron en círculo uno preciosos asientos. Del mismo modo que el Rey y la Reina, nos sentamos en ellos junto al anciano, las damas y las vírgenes. Luego, un bello paje abrió el libro admirable que ya he
mencionado. Atlas se colocó en el centro del círculo y nos habló de la siguiente manera: Su Majestad Real no había olvidado en modo alguno ni nuestros méritos ni la diligencia con la que habíamos desempeñado nuestras funciones; para recompensarnos nos
había hecho a todos, sin excepción alguna, Caballeros de la Piedra de Oro. Era indispensable, pues, que no sólo prestáramos juramento una vez más a Su Majestad Real, sino que nos comprometiéramos, además, a observar los puntos siguientes. De esta forma, Su Majestad Real podría decidir de nuevo de qué manera debería comportarse respecto a sus aliados. En ese momento Atlas hizo que el paje leyera los puntos siguientes: I. Señores Caballeros, tenéis que jurar que no someteréis vuestra Orden a ningún espíritu o demonio, sino que la colocaréis constantemente bajo la única custodia de Dios, vuestro creador, y de su servidora la Naturaleza.
II. Debéis repudiar cualquier prostitución, vicio e impureza y nunca mancharéis vuestra orden con esta podredumbre.
III. Socorreréis con vuestros dones a todos los necesitados y dignos de ellos.
IV. No desearéis serviros del honor de pertenecer a la Orden para beneficiaros de la consideración mundana o el lujo.
V. No viviréis más tiempo que el que Dios disponga.
Este último artículo nos hizo sonreír largamente y sin lugar a dudas estaba para esto.
Fuera lo que fuese, tuvimos que jurar sobre el cetro real. Después fuimos recibidos Caballeros con la solemnidad acostumbrada; junto con otros privilegios se nos concedió poder actuar contra la ignorancia, la pobreza y la enfermedad, según creyéramos conveniente. Estos privilegios nos fueron confirmados a continuación en una pequeña capilla a la que nos llevaron en procesión. Allí dimos gracias a Dios y yo colgué mi Vellocino de Oro y mi sombrero para glorificar al Señor; los dejé allí en conmemoración
eterna. Y como se nos pidió la firma de cada uno de nosotros, escribí:
Summa Scientia nihil scire
Fr. Christian Rosacruz,
Eques aurei Lapidis
Anno 1459. 8
Mis compañeros escribieron otras cosas, cada cual según su propia conveniencia.
Luego nos llevaron de nuevo a la sala y nos invitaron a sentamos y a decidir claramente los deseos que quemarnos formular. El Rey y los suyos se habían marchado a la sala; después, cada uno fue llamado a ella por separado para exponer allí su petición, por lo que desconozco las de mis compañeros. Por lo que a mí se refiere, pensaba que lo más encomiable sería honrar mi Orden dando prueba de una virtud, y me pareció que la mejor sería la del agradecimiento. A pesar de que habría podido anhelar algo más agradable, dominé mis impulsos y resolví liberar a mi bienhechor, el guardián, aunque fuese peligroso para mi integridad. Cuando entré me preguntaron si no había reconocido o sospechado quién era el malhechor, ya que había leído la petición. Entonces, sin ningún miedo, relaté detalladamente lo que había pasado y de qué forma había pecado por ignorancia, y declarándome dispuesto a padecer la pena que por aquello había merecido.
Esta tradicional afirmación es la “docta ignorancia” de tantos místicos, parece haber sido tomada también de Enrique Cornelio Agrippa que escribía que “Nihil scire, est vita felicísima” (No saber nada, es la vida más feliz). Sin embargo, este “nada” que hay que saber, que conocer, es muy importante para los Filósofos Herméticos. Para Pernety (Op. cit.) esta “nada” es “la primera materia de todas las cosas, informe, como en el caos antes de la determinación que Dios le dio para que se convirtiera en tal o tal cosa existente...” Raimundo Lulio, en su Teoría, Cap. III, escribe que “Así hay que comprender esta materia, como si no hubiera nada que comprender”.
El Rey y los demás señores se quedaron sorprendidos por esta inesperada confesión; me pidieron que me fuera unos instantes y cuando me llamaron de nuevo, Atlas me indicó que Su Majestad Real estaba muy apenado por verme en este infortunio, a mí, a quien Ella quería más que a todos; pero que Le era imposible quebrantar Su vieja costumbre y que por lo tanto no encontraba otra solución que liberar al guardián y transmitirme la carga, esperando al mismo tiempo que otro fuera apresado para que yo pudiera volver a entrar. No obstante, no se podía esperar ninguna liberación antes de las fiestas nupciales de su hijo por venir.
Anonadado con esta sentencia, maldije mil veces mi charlatana boca por no haber podido callar los hechos; por fin logré recobrar mi valentía y, resignado a la evidencia, expliqué cómo este guardián me había entregado una insignia y me había recomendado al guardián siguiente; que gracias a su ayuda fui sometido a la prueba de la balanza y de esta forma pude participar en todos los honores y en las alegrías; que por lo tanto, justo era mostrarme agradecido a mi bienhechor y que, ya que no podía cambiarse, le daba las gracias por la sentencia. Por lo demás, gustoso haría esa tarea desagradable en señal de agradecimiento para quien me había ayudado a conseguir el resultado. Pero, como me quedaba por formular todavía el deseo, quería volver a entrar, con lo que liberaría al guardián y mi deseo, a su vez, me liberaría.
Me contestaron que este deseo no era posible, ya que de lo contrario me hubiera bastado con solicitar la liberación del guardián. No obstante, Su Majestad Real estaba contenta al ver que todo se había resuelto con presteza; pero que Ella temía que ignorase
todavía en qué miserable condición me había puesto mi audacia. En aquel momento el buen hombre fue liberado y yo tuve que retirarme con tristeza. Luego fueron llamados mis compañeros y todos regresaron alegres, lo cual me entristeció aún más si cabe, ya que estaba convencido de que terminaría mis días guardando la puerta. Medité sobre las ocupaciones que me ayudarían a pasar el tiempo en ella; finalmente pensé que, teniendo en cuenta mi avanzada edad, no me quedaban por vivir más que unos pocos años y que la pena y la aflicción acabarían con mi vida en breve espacio de tiempo con lo que también se terminaría pronto mi guardia; no tardaría mucho en poder disfrutar de un sueño placentero en mi tumba. Pensamientos de este tipo agitaban mi cerebro; tan pronto estaba irritado pensando en las hermosas cosas que había visto y de las que iba a ser privado, como me alegraba de haber podido participar, pese a todo, en tantas dichas antes de mi fin, así como de no haber sido expulsado de forma vergonzosa. Entretanto, estando yo sumido en mis cavilaciones regresó de la habitación del Rey el último de mis compañeros; le habían deseado una buena noche al Rey y a los señores y fueron conducidos a sus aposentos.
Pero yo, pobre de mí, no tenía nadie que me acompañara; incluso se rieron de mí y, para que no quedara duda alguna de que su función me había sido asignada, me pusieron en el dedo el anillo que antes había llevado el guardián. Por fin, y ya que no debía verlo más en su forma actual, el Rey me instó a conformarme a mi vocación y a no actuar contra mi Orden.
Luego me abrazó y me besó, con lo que creí entender que la guardia debía empezarla al día siguiente.
No obstante, cuando todos se hubieron dirigido a mí con
algunas palabras amigables y me hubieron tendido la
mano, recomendándome a la protección de Dios,
fui conducido por dos ancianos, Atlas y el
señor de la torre, a un alojamiento maravilloso1,
allí, nos esperaban tres
lechos y descansamos. Pasamos
todavía casi dos...
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .
. . . . . . . .
Faltan aquí aproximadamente dos folios in-4°; creyendo ser guardián de la puerta al día siguiente, él (el Autor de esto) entró en su casa. Ver II Corintios –V- 1.
Notemos que el color amarillo corresponde simbólicamente al Oro y al Sol, o sea,  a la incorruptibilidad. El amarillo es el color de la eternidad en su aspecto abstracto, como el oro es el metal de la eternidad en su aspecto más concreto.
Ars Nature Ministra. El Arte es Servidor de la Naturaleza. Esta máxima hermética aparece en casi todos los autores. El trabajo del Arte es proseguir el de la Naturaleza, ir más allá de los límites que ésta ha alcanzado y que por sí sola no podría superar. Recordemos solamente a Dom Belin que en su Apologie du Grand Oeuvre escribe: “La Gran Obra de los Sabios ocupa el primer lugar entre las cosas bellas; la Naturaleza sin el Arte no puede acabarla; el Arte sin la Naturaleza no osa comprenderla...”
Tempore Natura Filia. La Naturaleza es hija del tiempo. Algunos autores atribuyen este adagio a Enrique Cornelio Agrippa. Como todos los hijos de Saturno- Cronos, el Tiempo, también la naturaleza es devorada por éste; esto lo vemos en que todas sus producciones están sometidas a la corrupción y no son eternas. Tal parece ser el significado de este dístico que, a la luz del anterior, nos recuerda que para trascender el tiempo, o sea, entrar en lo sobrenatural, lo natural precisa del Arte y, por lo tanto de la Gracia. Sin embargo, cabe otra interpretación algo más libre. La Naturaleza, además del conjunto de producciones naturales que conocemos y la fuerza o inteligencia que las forma, era, en el Hermetismo, lo que se conoce por “El Sol del Corazón”. “El Guía personal suprasensible” o “La Naturaleza Perfecta”. Un bellísimo tratado místico iraní declara que “lo primero que has de hacer para ti mismo, es meditar con antención tu entidad espiritual que te gobierna y que está asociada a tu astro, a saber, tu Naturaleza Perfecta, aquella que el sabio Hermes menciona en su libro cuando dice: cuando el microcosmos que es el hombre se vuelve perfecto de naturaleza, su alma se encuentra entonces homologada al sol fijo en el Cielo, y por sus rayos ilumina todos los horizontes” (Citado por Henry Corbin. L’Homme de Lumiére... op. Cit., pág. 34).
El simbolismo de los doce signos zodiacales y de los siete planetas se refería originariamente, a la Gran Obra de regeneración. Don Pernety, en su Diccionario Mitohermético (París 1787) asocia las doce fases de la Obra a los doce signos del Zodíaco. No es casual que en el estandarte de Christian Rosacruz aparezca el signo de Libra. Regido por Venus que, como hemos visto, es la diosa del Amor, este signo es el del Matrimonio, o sea, el de las “Bodas Alquímicas”. Libra recibe en francés el nombre de “Le Balance”, la Balanza; recordemos la curiosa ceremonia que aparece en la jornada tercera en la que los asistentes a las Bodas son pesados en una balanza.
Para muchos autores el “Tesoro Hermético” está en un cofrecillo que, en cierto modo es su aspecto exterior. Se trataría de la “cajita” con que nos encontramos en un gran número de tratados, así como en muchos cuentos populares.
El Agua y la Sal podrían simbolizar dos aspectos de la Materia Prima de la Gran Obra. En cierto modo, el Agua, de origen celeste, corresponde a la Rosa (recordemos la “Rosa de los Vientos”) y la Sal, cuyo ideograma alquímico es una cruz dentro de un círculo, corresponde a la cruz. Notemos cómo en la vida de cada día la sal común queda impregnada por la humedad del medio ambiente. Antiguamente, tanto el agua como las cenizas, que contienen sales, servían para lavar.
El sentido iniciático de este juego es poco conocido. Señalemos únicamente que en él aparecen los mismos elementos que en las “Bodas”: Rey, Reina, Caballeros, Soldados, Locos (en francés el Alfil recibe el nombre de Loco).
LA CIENCIA SUPREMA ES NO SABER NADA.
Hermano Christian Rosacruz.
Caballero de la Piedra de Oro.
Año 1459.