lunes, 17 de septiembre de 2012

BODAS ALKIMICAS DE CHRISTIAN ROSENKREUTZ 3


JORNADA TERCERA
Se levantó el día, y en cuanto se elevó el Sol por detrás de las montañas para cumplir su trabajo en lo alto del cielo, nuestros valerosos combatientes empezaron a salir de sus lechos y a prepararse para la prueba. Uno tras otro llegaron a la sala, se desearon los buenos días mutuamente, se apresuraron a preguntamos si habíamos dormido bien y, al vernos atados, muchos de ellos se burlaron de nosotros; les parecía ridículo que en vez de haberlo intentado como ellos por ver lo que ocurría, nos hubiésemos sometido por temor.
Sin embargo, algunos, cuyo corazón no había dejado de palpitar con fuerza, se guardaron de aprobar tales reproches. Nosotros nos disculpamos por nuestra ignorancia, manifestando la esperanza de que pronto nos dejarían ir libres y que la burla nos serviría de lección para el futuro; luego les hicimos ver que, por el contrario, no era seguro que ellos estuvieran libres y que podría ocurrir que les amenazasen graves peligros.
Por fin, cuando todos estuvieron reunidos, oímos, como en la víspera, la llamada de las trompetas y los tambores.Esperábamos ver al novio, pero lo cierto es que muchos no lo vieron ni entonces ni nunca.
Se trataba de la misma virgen del día anterior, totalmente vestida de terciopelo rojo con un cinturón blanco y cuya frente estaba admirablemente adornada por una corona verde de laurel. 2Ahora su cortejo no se componía de luces, sino de unos doscientos hombres armados, completamente vestidos de rojo y blanco como ella. Levantándose elegantemente, avanzó hacia los prisioneros y, después de saludarnos, dijo brevemente: “Mi severo dueño se muestra satisfecho de comprobar que algunos de entre vosotros os habéis dado cuenta de vuestra miseria, así que seréis recompensados por ello”. Y cuando me reconoció por mi


vestido se rió y dijo: “¿Tú también te has sometido al yugo? ¡Yo creía que estabas bien preparado!” Al oír estas palabras me eché a llorar.
Dicho lo cual, hizo que desataran nuestras cuerdas y, acto seguido, ordenó que nos ataran de dos en dos para ser conducidos al sitio que nos había sido reservado y desde el que podríamos ver con facilidad la balanza. Después añadió: “Podría ser que la suerte de ésos fuera preferible a la de tantos audaces que aún estáis libres”.
La balanza, toda de oro, fue colgada en el centro de la sala y a su lado dispusieron una mesa con siete pesas. La primera era bastante grande y sobre ella había colocadas otras cuatro más pequeñas; aparte, se encontraban otras dos pesas grandes. Eran todas tan pesadas en relación a su volumen que ningún espíritu humano podría creerlo ni comprenderlo. La virgen se volvió hacia los hombres armados, quienes llevaban cada uno una cuerda al lado de su espada, y los dividió en siete secciones, tantas como pesas había. Escogió a un hombre de cada sección para poner cada una de las pesas en la balanza y después regresó a su elevado trono. A continuación, inclinándose, pronunció las siguientes palabras:
Si alguno entra en el taller de un pintor
y sin entender de pintura
pretende discurrir sobre ella con énfasis
será el hazmerreír de todos.
Quien penetra en la Orden de los Artistas 4
y, sin haber sido elegido
se ufana de sus obras,
será el hazmerreír de todos.
Así pues, quienes suban a la balanza
sin pesar lo que la pesa
que, por lo mismo, les levantará con estrépito,
serán el hazmerreír de todos.
Cuando la virgen hubo acabado, uno de los pajes invitó a quienes habían de intentar la prueba a que se colocaran según su categoría y a que subieran uno tras otro al platillo de la balanza. Al momento, uno de los emperadores lujosamente vestido, se decidió: en primer lugar se inclinó ante la virgen y después subió. Entonces, cada encargado colocó su pesa en el otro platillo y, ante la sorpresa general, resistió. Sin embargo, la última pesa fue demasiado para él y lo levantó, lo que le afligió tanto que incluso la misma virgen pareció compadecerse, así que hizo a los suyos un ademán para que se callaran. Después, el buen emperador fue atado y entregado a la sexta sección.
Tras él ocupó el sitio otro emperador que se plantó con fiereza sobre el platillo.
Como escondía un voluminoso libro bajo sus vestidos, estaba seguro de alcanzar el peso requerido, pero apenas compensó la tercera pesa, y la cuarta lo levantó sin compasión.
Aterrado, se le escapó el libro y todos los soldados se echaron a reír. Lo ataron y fue confiado a la tercera sección. Le siguieron varios otros emperadores, todos con la misma suerte. Su fracaso provocó grandes risotadas y también fueron atados.
A continuación avanzó un emperador de corta estatura luciendo una enorme y crespa perilla. Tras la reverencia de rigor subió y dio el peso tan cumplidamente que a no dudar no lo hubiera podido alzar ni aún con más pesas. La virgen se levantó prestamente, se inclinó ante él, e hizo que le pusieran un vestido de terciopelo rojo; además, le dio una rama de laurel de las que tenía una buena provisión a su lado y le rogó que se sentase en los peldaños de su trono. Muy largo de contar sería cómo se comportaron los demás emperadores, reyes y señores, pero no puedo dejar de decir que fueron muy pocos los que salieron airosos de la prueba. No obstante, contra lo que yo esperaba, quedaron de manifiesto muchas virtudes: unos resistieron a tal o cual peso, otros a dos u otros a tres, hasta cuatro y cinco. Pero muy pocos tenían la verdadera perfección y al fracasar éstos eran
el hazmerreír de los soldados rojos.
Cuando hubieron pasado la prueba los nobles, los sabios y otros, encontrándose en cada estamento únicamente un justo, o dos, y con frecuencia ninguno, le tocó el turno a los señores bribones y aduladores, hacedores de Lapis Spitalauficus. 6 Se les colocó en la balanza con tales burlas que, pese a mi triste estado de ánimo, estuve a punto de reventar de risa e incluso los prisioneros no pudieron evitar las carcajadas. A la mayor parte de ellos ni siquiera se les concedió un severo juicio; fueron expulsados de la balanza a latigazos y conducidos a sus secciones con los otros prisioneros. De tan gran multitud quedaron tan pocos que hasta me sonroja decirlo. Entre los elegidos también había altos personajes pero todos fueron honrados con un vestido de terciopelo rojo y la consabida rama de laurel.
Cuando todos hubieron pasado la prueba, menos nosotros, pobres perros encadenados de dos en dos, avanzó un capitán y dijo: “Señora, si pluguiese a vuestro Honor, podríamos pesar a esta gente que confiesa su ineptitud, sin riesgo para ellos, sino sólo para nuestra diversión; tal vez encontremos algún justo”.
Esta proposición me afligió, pues, en mi pena, al menos había tenido el consuelo de no haber sido expuesto a la vergüenza ni sacado a latigazos de la balanza. Estaba seguro de que muchos de los que ahora eran prisioneros, hubiesen preferido pasar diez noches en la sala en la que habíamos dormido antes que sufrir un fracaso tan lamentable. Pero como la virgen dio su aprobación, tuvimos que someternos. Así que fuimos desatados y colocados juntos. Aunque lo más frecuente fue el fracaso de mis compañeros se les ahorraron los sarcasmos y los latigazos y fueron apartados en paz. Mi compañero pasó el quinto. Dio el peso admirablemente con gran satisfacción de muchos de nosotros y con gran alegría del capitán que había propuesto la prueba; la virgen le honró según la costumbre.
Los dos siguientes fueron demasiado livianos.
Yo era el octavo. Cuando, temblando, me coloqué en la balanza, mi compañero, ya vestido de terciopelo, me lanzó una mirada afectuosa e incluso la virgen sonrió ligeramente. Resistí todas las pesas. La virgen ordenó entonces que se empleara la fuerza para levantarme y tres hombres se pusieron en el otro platillo: todo fue en vano.
Entonces uno de los pajes se levantó y clamó con voz poderosa: “Es é1”. El otro paje respondió: “Que goce, pues, de su libertad”.
La virgen asintió y no sólo fui recibido con las ceremonias habituales, sino que fui autorizado a elegir a uno de los prisioneros para liberarlo. Sin pensarlo demasiado, escogí al primero de los emperadores cuyo fracaso me había entristecido desde el principio. Lo desataron y le concedieron todos los honores colocándolo entre nosotros.
Cuando el último se colocaba en el platillo de la balanza - cuyas pesas fueron demasiado para él - la virgen vio las rosas que yo había cogido de mi sombrero y que tenía en la mano y me honró pidiéndomelas por mediación de su paje y se las di con gozo.
De este modo, a las doce del mediodía se terminó el primer acto, siendo marcado su final por un toque de trompetas invisibles para nosotros en aquel momento. Las secciones se llevaron a los prisioneros en espera del juicio. El Consejo estaba compuesto por cinco encargados y nosotros mismos; la virgen, que presidía, expuso el asunto. A continuación se pidió a cada uno su parecer sobre el castigo que había que infligir a los prisioneros.
La primera opinión dada fue la de castigarlos a todos con la muerte, a unos con más dureza que a otros, puesto que habían tenido la audacia de presentarse a pesar de conocer las condiciones requeridas, muy claramente enunciadas. Otros propusieron retenerlos prisioneros. Pero estas proposiciones no fueron aprobadas ni por la presidencia ni por mí.
Finalmente, se tomó una decisión de acuerdo con el parecer del emperador a quien yo había liberado, con el de un príncipe y con el mío propio: los primeros, señores de elevado rango, serían conducidos discretamente fuera del castillo; los segundos serían despedidos con mayor desprecio; los que seguían a éstos serían desnudados y expulsados de esta manera; los cuartos serían azotados o echados por los perros. Pero los que habían reconocido su indignidad y renunciado a la prueba, podrían volverse sin castigo. Finalmente, los atrevidos, que se habían comportado tan vergonzosamente, serían castigados con prisión o muerte según la gravedad de sus felonías.
La virgen aprobó este veredicto, que fue aceptado definitivamente, además, se concedió una comida a los prisioneros, siéndoles comunicada esta merced, y el juicio quedó fijado para las doce del mediodía. La asamblea fue disuelta una vez tomada la resolución.
La virgen se retiró con los suyos a su morada habitual. Nos sirvieron un refrigerio en la primera mesa de la sala rogándonos que nos contentásemos con ello hasta que el asunto estuviera zanjado por completo. Luego nos conducirían ante los santos novios, cosa que nos alegró saber.
Trajeron a los prisioneros a la sala y los colocaron según su categoría con la recomendación de que se comportaran con mayor cordura que antes, petición superflua pues habían perdido su arrogancia. Y he de decir, no por adular, sino por no faltar a la verdad que, en general, las personas de alto rango se resignaban mejor a este inesperado fracaso pues el castigo, aunque duro, era justo. Los servidores continuaban invisibles para ellos pero se habían vuelto visibles para nosotros, cosa que comprobamos con gran alegría.
Aunque la suerte nos había favorecido, no nos considerábamos superiores a los otros y los animábamos diciéndoles que no iban a tratarlos con demasiada dureza. Querían conocer la sentencia pero como se nos había obligado a guardar el secreto, no pudimos decirles nada. No obstante, los consolábamos lo mejor que podíamos invitándoles a beber con la esperanza de que el vino los alegrara.
Nuestra mesa estaba cubierta por un terciopelo rojo y las copas eran de oro y plata, lo que sorprendía y humillaba a los otros. Antes de que nos sentáramos, los dos pajes nos presentaron a cada uno, de parte del novio, un Vellocino de oro con la figura de un León volador rogándonos que nos vistiéramos con él para la comida. Nos rogaron que mantuviésemos cumplidamente la reputación y la gloria de la Orden, pues S. M. nos la confería en aquel instante y pronto iba a confirmar tal honor con la solemnidad adecuada.
Aceptamos el Vellocino con el mayor respeto y nos comprometimos a ejecutar con fidelidad lo que Su Majestad gustara ordenamos. Además, el paje tenía la lista de nuestras casas; no traté de ocultar la mía, temeroso de que se me acusara de orgulloso, pecado que no puede pasar la prueba del cuarto peso.
Como éramos tratados espléndidamente, preguntamos a uno de los pajes si nos estaba permitido hacer llegar alimentos a nuestros amigos prisioneros y, al no oponer ningún reparo, se los hicimos llegar en abundancia por medio de los servidores que
continuaban siendo invisibles para aquellos. Por dicha razón ignoraban de dónde les venían los alimentos, así que quise llevárselos yo en persona a uno de ellos, aunque rápidamente el servidor que se encontraba a mi espalda me disuadió de ello de un modo amistoso. Me aseguró que si algunos de los pajes se hubieran dado cuenta de mis intenciones, habría sido informado de ello el Rey y, en verdad, me hubiera castigado. Pero como nadie se había dado cuenta de mis intenciones excepto él, no iba a decir nada. A pesar de ello, me exhortó a que en adelante guardase mejor el secreto de la Orden. Y mientras me hablaba así me
empujó con tal violencia contra mi asiento que caí en él como paralizado y así estuve largo tiempo. Sin embargo, en la medida en que el miedo y la turbación me lo permitieron, le agradecí la amable advertencia.
Enseguida sonaron las trompetas; como teníamos sabido que dichos toques anunciaban a la virgen, nos dispusimos a recibirla. Apareció sobre su trono con el ceremonial de costumbre precedida por dos pajes que llevaban, el primero una copa de oro, y el otro un pergamino. Se levantó con su acostumbrado donaire, tomó la copa de manos  del primer paje y nos la entregó por orden del Rey para que nos la pasáramos en su honor.
La tapa de aquella copa representaba una Fortuna labrada con un arte perfecto; tenía en su mano un banderín rojo desplegado. Bebí, pero la visión de dicha imagen me llenó de tristeza pues ya había sufrido la perfidia de la fortuna.
La virgen iba vestida, como nosotros, con el Vellocino de oro y el León, por lo que deduje que debía de ser la presidenta de la Orden. Cuando le preguntamos el nombre de la Orden nos respondió que nos lo revelaría después del juicio de los prisioneros y la ejecución de las sentencias, pues los q1os de éstos estaban aún cerrados y los felices acontecimientos que nos ocurrían, aunque no eran nada en comparación con los que nos aguardaban, no serían para ellos más que obstáculos y motivo de escándalo. 10. Después, cogió el pergamino de manos del segundo paje. Estaba dividido en dos partes. Dirigiéndose al primer grupo de prisioneros, leyó poco más o menos lo siguiente: que los prisioneros debían confesar que habían creído muy fácilmente las engañosas enseñanzas de falsos libros; que se habían considerado con tan excesivos méritos, que tuvieron la osadía de presentarse en el palacio al que no habían sido invitados jamás; que, tal vez, la mayor parte de ellos contaba con encontrar allí el modo de vivir con mayor pompa y ostentación; además, se habían incitado mutuamente a hundirse en la vergüenza y que, por todo ello, merecían un severo castigo.
Todos lo confesaron sumisos y con humildad.
A continuación, el discurso se dirigió aún con mayor dureza a los prisioneros de la segunda categoría. Eran convictos en su interior de haber compuesto falsos libros y engañado al prójimo, rebajando así el honor real a los ojos del mundo. 11 No ignoraban de qué figuras falaces e impías se habían servido. Ni siquiera habían respetado la Trinidad Divina, sino que, por el contrario, habían intentado servirse de ella para engañar a todos.
Pero ahora habían sido descubiertos los manojos que empleaban para tender viles asechanzas a los verdaderos invitados y poner en su lugar a insensatos. Por otra parte, nadie ignoraba cuánto se complacían en la prostitución, el adulterio, la embriaguez y otros vicios, todos contrarios al orden público en aquel reino. En resumen, sabían que habían envilecido ante los humildes a la misma Majestad Real, y por lo tanto, debían confesar que eran pillos, mentirosos y notorios canallas y que merecían ser apartados de la gente honrada y castigados con gran severidad.
Nuestros bravos no asintieron con facilidad a todo esto, pero como la virgen los amenazaba con la muerte, y el primer grupo los acusaba con vehemencia y se quejaban todos de haber sido engañados, acabaron confesando para evitarse males mayores.
No obstante, pretendían que no se les debía tratar con excesivo rigor pues los grandes señores, deseosos de penetrar en el castillo, los habían seducido con bellas promesas para obtener su ayuda y eso los llevó a valerse de mil argucias para hacer más
apetitoso el cebo y, de mal en peor, habían llegado a la situación actual. Así pues, a su parecer, no habían desmerecido más que los señores si no habían logrado triunfar. También los señores debían comprender que, si hubieran podido entrar con seguridad, no se habrían arriesgado a escalar los muros con ellos por una escasa remuneración. Por otro lado, se habían editado tan fructuosamente determinados libros que, aquellos que se encontraban necesitados, se creyeron autorizados a explotar dicha fuente de ingresos. Por todo ello, esperaban que se examinara su caso con atención si el juicio había de ser equitativo y a petición insistente suya; en vano se buscaría una acción condenatoria que pudiera imputárseles, pues habían actuado al servicio de los señores. Con tales argumentos trataban de excusarse.
Pero se les replicó que su Majestad Real estaba decidida a castigarlos a todos, si bien con mayor o menor severidad; que, efectivamente, las razones que aducían eran ciertas en parte, por lo que de ningún modo los señores escaparían al castigo. Pero aquellos que habían ofrecido sus servicios por propia iniciativa y aquellos que habían engañado y arrastrado a ignorantes en contra de su voluntad, deberían prepararse para morir. La misma suerte estaba reservada a los que habían despreciado a su Majestad Real con sus mentiras, de lo que ellos mismos podían convencerse por sus escritos y libros.
Entonces aparecieron lamentables quejas, llantos, súplicas, ruegos y humillaciones que, no obstante, no surtieron efecto. Quedé sorprendido al ver que la virgen los soportaba con valentía, en tanto que nosotros, llenos de conmiseración, no pudimos retener nuestras lágrimas aunque muchos nos habían causado penas y sufrimientos incontables. En vez de enternecerse le dijo a su paje que buscara a los caballeros que estaban junto a la balanza. Se les ordenó apoderarse de los prisioneros y conducirlos en fila al jardín, cada soldado al lado de su prisionero. Observé, sorprendido, con la facilidad con que cada cual reconoció al suyo. Seguidamente, mis compañeros de la noche anterior fueron autorizados a salir libremente al jardín para asistir a la ejecución de la sentencia.
Cuando hubieron salido, la virgen bajó del trono y nos invitó a sentarnos en los peldaños para comparecer en el juicio. Obedecimos prestamente abandonándolo todo en la mesa, salvo la copa que la virgen confió a un paje. Entonces el trono se elevó por entero y avanzó tan suavemente que nos pareció estar planeando en el aire, llegando así al jardín donde nos levantamos.
Este jardín no presentaba peculiaridad alguna; no obstante, los árboles estaban distribuidos con cierto arte y un delicioso manantial brotaba de una fuente decorada con bellísimas imágenes y con inscripciones y signos extraños; si Dios lo permite hablaré de esta fuente en el próximo libro.
En el jardín había sido levantado un anfiteatro de madera adornado con admirables decorados. Presentaba cuatro gradas superpuestas. La primera, de un lujo deslumbrante, se encontraba cubierta con una cortina de tafetán blanco; no sabíamos si en aquel momento había alguien allí. La segunda estaba vacía y al descubierto; las dos restantes también se encontraban ocultas a nuestras miradas por cortinas de tafetán rojo y azul.
Cuando llegamos junto al edificio, la virgen se inclinó profundamente; aquello nos impresionó pues significaba claramente que el Rey y la Reina estaban cerca y saludamos igualmente. Después, la virgen con condujo por los escalones a la segunda grada ocupando ella el primer sitio mientras que los demás conservábamos nuestro orden.
A causa de la maledicencia no puedo contar cómo se comportaba conmigo tanto en este lugar como antes en la mesa el emperador al que liberé, que bien se daba cuenta con qué tormentos y angustias habría esperado la hora del juicio, si bien ahora, gracias a mí, se veía en tales dignidades.
En aquel momento, la virgen que al principio me había traído la invitación y a la que no había vuelto a ver desde entonces, se aproximó a nosotros; tocó la trompeta y con vigorosa voz abrió la sesión con las siguientes palabras: Su Majestad Real, mi Señor, hubiera deseado de todo corazón que los aquí presentes, por el solo hecho de haber sido invitados, hubieran venido con suficientes cualidades para asistir en buen número a la fiesta nupcial dada en Su honor. Pero habiéndolo Dios todopoderoso dispuesto de otro modo, Su Majestad no debía murmurar, sino continuar conforme a las costumbres y usanzas antiguas y encomiables de este reino, fuesen cuales fuesen sus deseos. Para que Su natural clemencia sea celebrada en el mundo entero, ha llegado, con ayuda de sus consejeros y de los representantes del reino, a paliar sensiblemente la sentencia habitual. Así, deseando en primer lugar que los señores y los gobernantes no solamente salvaran la vida sino que incluso se les devolviera la libertad, Su Majestad les transmitía el amistoso ruego de que se resignasen sin ira alguna a no poder asistir a la fiesta en Su honor; que meditasen sobre el hecho de que, sin eso, Dios todopoderoso les había confiado una carga que eran incapaces de llevar calmosamente y con sumisión y que, además, el Todopoderoso repartía sus beneficios según una ley incomprensible. Tampoco su reputación se vería menoscabada por el hecho de haber sido excluidos de nuestra Orden ya que no se les otorga a todos el poder realizar todas las cosas.
Además, los cortesanos perversos que les habían engañado, no quedarían impunes. Por otra parte, Su Majestad deseaba comunicarles en breve un Catálogo de Herejes y un Index Expugatiorum 12 para que en adelante pudiesen discernir con mayor facilidad el bien del mal. Además, como Su Majestad tenía la intención de clasificar su biblioteca, sacrificando los escritos falaces a Vulcano, 13 les pedía su amistosa ayuda a dichos efectos.
Su Majestad también les recomendaba que gobernaran a sus súbditos de modo a reprimir el mal y la impureza. Igualmente les exhortaba a resistir los deseos de volver sin consideración para que no fuera falsa la excusa de haber sido engañados y para que ellos mismos no fuesen objeto de burlas y de desprecio por parte de todos. Finalmente, si los soldados les pedían un rescate, Su Majestad esperaba que nadie pensase en quejarse por ello ni negarse a la redención bien con un colgante o con cualquier otra cosa que tuvieran a mano. Después, sería deseable que se despidieran amistosamente de nosotros y que, acompañados de nuestros mejores deseos, regresaran con los suyos.
Los segundos, que no habían podido resistir a las pesas una, tres y cuatro, no tendrían tan fáciles las cuentas. Pero para que se beneficiaran asimismo de la clemencia de Su Majestad el castigo consistiría en desnudarles por completo y ser despedidos acto
seguido.
Aquellos que habían sido más ligeros que las pesas dos y cinco serían desnudados y marcados, con uno, dos o más estigmas, según hubieran sido más pesados o más ligeros.
Los que habían sido levantados por las pesas dos y siete, mas no por las otras, serían tratados con menos severidad.
Y así sucesivamente, para cada una de las combinaciones se dictaba una pena específica. Sería demasiado largo enumerarlas todas. Los humildes, que por propia voluntad habían renunciado el día anterior a pasar la prueba, quedarían libres sin ningún castigo.
Y para terminar, los canallas que no habían podido levantar ni un solo peso, serían castigados con la muerte, por la espada, el agua, la cuerda o los vergajos, según fueran sus crímenes. Y la ejecución de la sentencia se cumpliría de modo inexorable para escarmiento de los otros.
Entonces, la virgen rompió el bastón. Después, la segunda virgen, que había leído la sentencia, tocó la trompeta y aproximándose a la cortina blanca efectuó una profunda reverencia.
No puedo dejar de revelar aquí al lector una particularidad que hace referencia al número de prisioneros. Los que pesaban un peso eran siete; los que pesaban dos, veintiuno; de tres pesas había treinta y cinco; para los de cuatro, treinta y cinco: para cinco, veintiuno y para seis, siete. 14 Pero para la pesa siete no había más que uno que había sido levantado y con esfuerzo; era el que yo había liberado; los que habían sido levantados con facilidad se contaban en gran número. Los que habían dejado bajar todas las pesas eran menos numerosos.
Fue de este modo como yo los conté y anoté en mis tablillas mientras se presentaban uno a vino. Ahora bien, y curiosamente, todos los que habían dado algún peso se encontraban en distintas condiciones. Los que pesaban tres pesos eran efectivamente treinta y cinco, pero uno había pesado 1, 2, 3, otro 3, 4, 5, el tercero 5, 6, y, y así sucesivamente.
De modo que, milagrosamente, no había dos parecidos entre los ciento veintiséis que habían dado algún peso. Y gustosamente los nombraría a todos, cada uno con su peso, si no lo tuviera prohibido de momento. Aunque espero que este secreto, junto con su interpretación, será revelado muy pronto. Después de la lectura de la sentencia, los señores de la primera categoría experimentaron gran satisfacción, ya que, después de una prueba tan rigurosa, no esperaban un castigo tan leve. Dieron más de lo que se les pedía y se redimieron con colgantes, joyas, oro, plata y en fin, con todo lo que llevaban encima.
Aunque los servidores reales tenían prohibido burlarse de ellos mientras se iban, algunos no pudieron reprimir la risa. Y, ciertamente, fue muy divertido ver con qué prisas se iban.
Algunos, no obstante, pidieron que se les diera el catálogo prometido para poder clasificar los libros según el deseo de Su Majestad Real, promesa que se les había reiterado. En la puerta se dio a cada uno una copa llena del licor del olvido 15 para que el recuerdo de aquellos incidentes no atormentara a nadie. A continuación siguieron los que se habían retractado antes de la prueba; se les dejó pasar sin impedimento alguno por su franqueza y honestidad. Pero se les conminó a que no volvieran nunca en tan deplorables condiciones.
No obstante, si una revelación más profunda les invitaba a hacerlo, serían, al igual que los demás, bienvenidos como huéspedes.
Mientras tanto, los prisioneros de las categorías siguientes fueron desnudados.
También con ellos se hizo distinción según los crímenes de cada uno. A algunos los despidieron completamente desnudos sin más castigo; a otros les ataron campanillas y cascabeles; hubo algunos, incluso, que fueron expulsados a latigazos. En resumen, sus
castigos eran muy variados para que pueda contarlos todos. Al fin llegó el turno de los últimos. Su condena exigió más tiempo, pues, según los casos, fueron o bien ahorcados, o decapitados, o ahogados, o ejecutados de otras maneras. Durante las ejecuciones no pude contener el llanto, no tanto por compasión hacia los desgraciados, que en justicia merecían el castigo por sus crímenes, sino porque me conmovía la ceguera humana que nos lleva a preocupamos antes que nada por aquello en lo que hemos sido sellados tras la primera caída. De este modo fue vaciándose el jardín que momentos antes rebosaba de gente, hasta
el punto de que no quedaron más que los soldados.
Después de estos acontecimientos se hizo un silencio que duró cinco minutos.
Entonces, un hermoso unicornio, blanco como la nieve y llevando un collar de oro grabado con algunos caracteres, se aproximó a la fuente 16 donde, doblando las patas delanteras, se arrodilló como si quisiera honrar al león 17 que estaba de pie sobre la fuente.
Este león, que a causa de su completa inmovilidad 18 me había parecido de piedra o de acero, cogió inmediatamente una espada desnuda quesostenía en sus garras y la partió en dos trozos; creo que ambos fragmentos cayeron en la fuente. Después, no dejó de rugir hasta que una paloma blanca, llevando una rama de olivo en el pico 19 se acercó a él de un vuelo. La paloma dio la rama al león, que se la tragó, lo que le devolvió la calma. Entonces el unicornio regresó a su lugar con unos cuantos saltos alegres.
Un instante después la virgen nos hizo bajar de la grada por una escalera de caracol y nos inclinamos una vez más ante los cortinajes. Luego nos ordenó que nos vertiéramos agua de la fuente en las manos y sobre la cabeza, 20 y que volviésemos a nuestras filas tras la ablución hasta que el Rey se retirara a sus aposentos por un corredor secreto. Se nos condujo entonces desde el jardín a nuestras habitaciones con gran pompa y al son de los instrumentos, mientras hablábamos entre nosotros amistosamente.
Para ayudarnos a pasar el tiempo agradablemente, la virgen ordenó que cada uno de nosotros estuviese acompañado por un paje. Estos pajes, ricamente ataviados, eran muy instruidos y discurrían sobre cualquier tema con tal arte que teníamos vergüenza de
nosotros mismos. Se les había ordenado que nos acompañaran en una visita al castillo, aunque sólo algunas partes, y que nos distrajeran teniendo en cuenta nuestros deseos en la medida que fuese posible.
Después, la virgen se despidió de nosotros prometiéndonos asistir a la cena. A continuación se iban a celebrar las ceremonias de la Suspensión de las pesas 21 y luego tendríamos que tener paciencia hasta el día siguiente pues sólo hasta mañana no seriamos
presentados al Rey.
Cuando nos dejó, cada uno de nosotros trató de estar ocupado según sus preferencias. Unos admiraban las hermosas inscripciones, las copiaban y meditaban sobre el significado de los extraños caracteres; otros se reconfortaban comiendo y bebiendo. Yo me hice conducir por mi paje a varios lugares del castillo y me alegraré por el resto de mi vida de haber dado este paseo, pues me fueron mostrados, sin mencionar numerosas y notables antigüedades, los panteones de los reyes, en los que aprendí más de lo que enseñan todos los libros. En ellos se encuentra el maravilloso fénix, acerca del cual publiqué un pequeño tratado hace dos años. 22. ¡Ahora tengo la intención de publicar tratados especiales concebidos con el mismo plan y con un desarrollo similar, sobre el león, el águila, el grifo, el halcón y otros temas!.
Todavía estoy compadeciendo a mis compañeros por haber desdeñado tan precioso tesoro; no obstante, todo me inclina a pensar que tal ha sido la voluntad de Dios. Saqué más provecho que ellos de la compañía de mi paje, pues éstos conducían a cada uno siguiendo sus tendencias intelectuales, a los lugares y por los caminos que le convenían. Ahora bien, era a mi paje a quien habían confiado las llaves y fue por esta causa que saboreé esta felicidad antes que los otros. Y ahora, aunque los llamase, se figuraban que estas tumbas sólo podían encontrarse en los cementerios y allí siempre tendrían tiempo de verlas si es que valía la pena. Sin embargo, estos monumentos, 23 de los que ambos sacamos una copia exacta, no serán un secreto para nuestros discípulos más aventajados.
Después los dos visitamos la admirable biblioteca que estaba tal y como era antes de la Reforma. Aunque mi corazón se llene de gozo cada vez que pienso en ella, no la describiré, no obstante; además, el catálogo aparecerá dentro de poco. Junto a la entrada de esta sala se encontraba un libro enorme como no había visto nunca otro igual, que contenía la reproducción de todas las figuras, salas y puertas, así como los enigmas e inscripciones que hay en todo el castillo. Pero aunque haya empezado a divulgar estos secretos, me detengo aquí pues no debo decir nada más en tanto el mundo no sea mejor de lo que es.
Junto a cada libro vi el retrato de su autor; creí entender que muchos de estos libros serán quemados para que entre los hombres de bien desaparezca incluso su recuerdo. Al terminar esta visita, en el mismo umbral de la puerta se nos acercó corriendo otro paje que dijo algunas palabras en voz baja al oído del mío. Cogió las llaves que éste lo entregó y desapareció por la escalera. Al ver que el paje que me acompañaba palidecía espantosamente le interrogué y tanto insistí que acabó por informarme que Su Majestad prohibía que nadie visitase ni labiblioteca ni el panteón y me rogó que mantuviese estas visitas en el más riguroso secreto de modo a salvarle la vida, puesto que nuestro paso por dichos lugares ya había sido negado. Estas palabras me estremecieron de espanto pero al mismo tiempo me alegraron. El secreto fue guardado celosamente y, además, aunque habíamos pasado más de tres horas entre las dos salas, nadie se preocupó por ello.
Sonaron las siete, pero no fuimos llamados a la mesa. Las renovadas distracciones nos hacían olvidar el hambre y con un régimen así ayunaría con gusto toda la vida.
Esperando la cena nos mostraron las fuentes, las minas y varios talleres cuyo equivalente no podríamos fabricar ni con todos nuestros conocimientos reunidos. Las salas estaban dispuestas en semicírculos en todos los lugares de tal manera que se podía ver fácilmente el precioso Reloj establecido en el centro sobre una elevada torre: dicho reloj se acomodaba a la posición de los planetas que en él se reproducían con una precisión admirable. Ello nos mostró con la evidencia en qué pecan nuestros artistas, pero no me incumbe a mí instruirlos.
Finalmente, llegué a una espaciosa sala que ya había sido visitada por otros; contenía un Globo terrestre cuyo diámetro medía treinta pies. Casi la mitad de la esfera estaba bajo el suelo excepto una barandilla rodeada de escaleras. El Globo era movible y dos hombres lo hacían girar cómodamente de modo que nunca se podía ver lo que quedaba bajo el Horizonte.Si bien supuse que debía servir para algún uso determinado, no llegaba a comprender la finalidad de unos anillitos de oro que estaban fijos por doquier sobre la superficie. Mi paje sonrió y me invitó a contemplarlos con mayor detenimiento. Por fin descubrí que mi patria estaba marcada con un anillo de oro; entonces mi compañero buscó la suya y halló una señal similar, y como esta constatación se verificó también con otros que habían pasado la prueba, el paje nos dio la siguiente explicación, asegurándonos la veracidad de la misma.
Ayer, el viejo Atlas 24 - éste es el nombre del Astrónomo - había anunciado a Su Majestad que todos los puntos de oro correspondían con gran exactitud a los países de algunos de los invitados. Había visto que yo no intentaba la prueba aunque mi patria estaba marcada por un punto; entonces ordenó a uno de los capitanes que solicitara que nos pesaran por lo que pudiera ocurrir, sin peligro para nosotros, y esto porque la patria de uno de entre nosotros se distinguía por un signo bien visible.
El paje añadió que era el que disponía de más poder entre los otros pajes y que si había sido puesto a mi disposición era por una razón especial. Le expresé mi agradecimiento y después examiné con más atención mi patria, comprobando que al lado del anillo también había bellos centelleos. No es por vanagloriarme ni por presunción que relato esto.
Aquel globo me enseñó bastantes cosas más que, no obstante, no publico.
Que el lector intente averiguar por qué razón no todas las ciudades tienen un Filósofo.
Después nos hicieron visitar el interior del Globo, en el que entramos de la siguiente manera: en el espacio que representaba el mar, que obviamente ocupaba una gran parte, se encontraba una placa con tres dedicatorias y el nombre del autor. Esta placa podía levantarse fácilmente y abría la entrada por la que podíamos penetrar hasta su centro abatiendo una plancha movible; había sitio para cuatro personas. En el centro sólo había una plancha redonda, pero cuando se llegaba a ella podíamos contemplar las estrellas en pleno día aunque a aquella hora ya estaba oscuro. Me pareció que eran puros carbunclos25 que realizaban en orden su curso natural y estas estrellas brillaban con tal belleza que no podía dejar de contemplar el espectáculo. Más tarde el paje le contó a la virgen que se rió de mí por esta razón varias veces. Llegó la hora de la cena y me había entretenido tanto en el globo que iba a llegar a la mesa en último lugar, así que me apresuré a volverme a poner mis vestidos - que me había quitado antes - y me dirigí hacia ella. Los servidores me acogieron con tantas reverencias y muestras de respeto que, muy confuso, no me atrevía a levantar la mirada. Sin darme cuenta pasé de esta guisa al lado de la virgen que me esperaba: enseguida se dio cuenta de mi turbación, me tomó por el vestido y de este modo me condujo a la mesa.
Pido disculpas por no hablar ahora de la música y de otras maravillas pero no solamente me faltan palabras para describirlas del modo más conveniente sino que no  sabría añadir nada a las alabanzas que ya hice de ellas anteriormente: en resumen, allí no había más que el producto del más excelso arte. Durante la cena contamos nuestras ocupaciones de la tarde, aunque callé la visita a la biblioteca y a los monumentos. Cuando el vino nos hizo más comunicativos, la virgen tomó la palabra y dijo: “Queridos señores: en estos momentos estoy en desacuerdo con mi hermana.
Tenemos un águila en nuestros apartamentos y cada una de las dos quisiera ser su preferida: hemos discutido frecuentemente al respecto. Para concluir el asunto hemos decidido finalmente mostrarnos a ella las dos juntas y acordarnos que pertenecería a aquella a quien testimonia mayor amabilidad. Cuando acordamos el proyecto llevaba, según es mi costumbre, un ramo de laurel en las manos, mientras que mi hermana no lo llevaba. Al vernos, el águila tendió a mi hermana el ramo que sujetaba con el pico y a cambio, me pidió el mío, que yo le di. Las dos dedujimos que cada una era la preferida. ¿Qué opináis de esto?”.
La pregunta que, por modestia, nos hizo la virgen picó nuestra curiosidad y a todos nos hubiera agradado hallar la respuesta. Pero las miradas se dirigieron hacia mí y me pidieron que fuera el primero en manifestar mi opinión. Me turbé de tal modo que no pude responder sino planteando la misma cuestión de un modo diferente y dije: “Señora: sólo una dificultad se opone a la solución a la pregunta que, sin ella, tendría una fácil respuesta. Yo tenía dos compañeros muy apegados a mí, pero como ignoraban a cuál de ellos otorgaba mi preferencia decidieron llegarse a mí corriendo convencidos de que aquel a quien yo acogiese antes, sería mi predilecto. Sin embargo, como uno no podía seguir al otro, se quedó rezagado y lloró; al que llegó primero lo acogí con sorpresa. Cuando lile explicaron la finalidad de la carrera no pude decidirme a dar solución a su problema y tuve que postergar mi decisiónhasta que yo mismo tuviera claros mis sentimientos.”
La virgen se mostró sorprendida ante mi respuesta. Comprendió muy bien lo que quería decir y respondió: “¡Vaya!.. estamos en paz”.
Después pidió el parecer de los otros. Mi historia les había instruido y el que siguió habló así: “No hace mucho fue condenada a muerte en mi ciudad una virgen: pero como el Juez tuvo piedad de ella, proclamó que quien quisiera entrar en liza por defenderla
probando su inocencia mediante un combate, sería admitido a la prueba. La virgen tenía dos pretendientes, uno de los cuales se armó inmediatamente y se presentó en el palenque en espera de su contrincante. Poco después entró el otro, pero como había llegado tarde tomó el partido de combatir y dejarse vencer para que la virgen salvara la vida. Cuando el combate acabó, ambos reclamaron la virgen. Decidme ahora, señores: ¿a quién la otorgáis?”.
La virgen no pudo dejar de decir: “Creía que os enseñaba y me tenéis cogida en mi propia trampa; no obstante, desearía saber si todavía otros tomarán la palabra”.
“En efecto - respondió un tercero -. Nunca me contaron aventura más sorprendente que la que me ocurrió. En mi juventud amaba a una joven honrada y, para que mi amo pudiera lograr su finalidad, tuve que servirme de la ayuda de una anciana gracias a la cual por fin alcancé mi objetivo. Pero ocurrió que los hermanos de la joven nos sorprendieron cuando estábamos los tres reunidos. Se encolerizaron de forma tan violenta que quisieron matarme. Finalmente, a fuerza de ruegos, me hicieron jurar que las tomaría a ambas alternativamente como mujeres legítimas, cada una por un año. Y decidme, señores, ¿por cuál debería comenzar, por la joven o por la vieja?”.
Este enigma nos provocó la hilaridad por un buen rato y, aunque algunos cuchicheaban, nadie quiso pronunciarse.
A continuación, el cuarto comenzó del siguiente modo:
“En una ciudad vivía una honesta dama de la nobleza, querida por todos y en especial por un joven gentilhombre. Como éste se hacía demasiado insistente, creyó desembarazarse de él prometiéndole acceder a sus deseos si la llevaba en pleno invierno a un jardín exuberante de verdor y lleno de rosales florecidos, ordenándole que no apareciese más ante ella hasta el día que conviniese. El gentilhombre recorrió el mundo buscando a un hombre capaz de realizar semejante milagro. Por fin encontró a un anciano que prometió hacerlo a cambio de la mitad de su fortuna. Llegados a un acuerdo en este punto, el anciano cumplió lo prometido y el galán invitó a la dama a acudir a su jardín. En contra de sus esperanzas, la dama lo halló todo lleno de verdor, ameno, con una temperatura agradable y recordó su promesa, aunque no expresó más que un deseo: que se le permitiera volver una sola vez con su esposo. Cuando se reunió con éste, le confió sus cuitas, llorando y suspirando. El señor, muy tranquilo sobre la fidelidad de los sentimientos de su esposa, la envió a su amante estimando que, a semejante precio, la había ganado. El gentilhombre, conmovido ante tal rectitud y temeroso de pecar si tomaba esposa tan honesta, la devolvió con todos los honores a su señor. Pero cuando el anciano supo de la probidad de ambos, decidió, aun siendo pobre como era, devolver todos los bienes al gentilhombre. Así que, queridos señores, yo ignoro cuál es la más honesta de estas personas.” Callamos todos y la virgen, sin responder nada, pidió que siguiera algún otro.
El quinto continuó así: “Queridos señores, no haré grandes discursos. ¿,Quién es más dichoso, el que contempla el objeto que ama o el que no deja de pensar en él?” “El que lo contempla”, dijo la virgen.
“No”, repliqué. E iba a iniciarse una discusión cuando un sexto intervino: “Queridos señores, tengo que contraer un enlace. Puedo elegir entre una joven, una casada y una viuda. Ayudadme a escoger y os ayudaré a resolver la cuestión anterior.”
El séptimo respondió: “Cuando la cosa se puede elegir es aceptable, pero mi caso fue distinto. En mi juventud amaba a una hermosa y honrada joven con todo mi corazón y ella me correspondía. No obstante esto, no podíamos unirnos a causa de los obstáculos interpuestos por sus amigos. Fue dada en matrimonio a otro hombre que era igualmente recto y honrado.
La rodeó de cariño hasta que el día del parto ella cayó en un desvanecimiento tan profundo que todos la creyeron muerta y la enterraron entre la aflicción general. Pensé que tras su muerte podría abrazar a esta mujer que no había sido mía en vida y con la ayuda de mi sirviente la desenterré a la caída de la tarde. Cuando abrí el ataúd y la estreché en mis brazos, me di cuenta de que su corazón palpitaba, aunque débilmente, pero cada vez con más fuerza a medida que yo la calentaba. Cuando estuve seguro de que vivía la llevé a escondidas a mi casa, reanimé su cuerpo con un delicioso baño de hierbas y la confié a los cuidados de mi madre. Dio a luz un hermoso niño al que cuidé con tanta diligencia como pudiera hacerlo una madre. Dos días después, con gran sorpresa por su parte, le conté lo que había ocurrido y le pedí que en adelante se quedara en mi casa como si fuera mi esposa. “Muy apenada, declaró que su esposo siempre la había amado fielmente, que debía de estar muy apesadumbrado, pero que por lo ocurrido, el amor la entregaba tanto a uno como a otro. Al regresar de un corto viaje invité a su esposo y le pregunté si acogería bien a su difunta mujer si ella apareciera. Cuando me respondió de modo afirmativo llorando con amargura le traje a su esposa e hijo, le conté todo lo que había ocurrido y lo pedí que ratificara con su consentimiento mi unión con ella. Después de una larga discusión tuvo que renunciar a discutir mis derechos sobre la mujer y a continuación nos querellarnos por el niño.” En este punto intervino la virgen del modo siguiente: “Me sorprende saber que hayáis podido aumentar el dolor de ese hombre.”
“¡Cómo! - respondió aquél -. ¿No estaba en mi derecho?” Empezó una discusión entre nosotros; la mayor parte era del parecer de que había hecho bien.
“No – dijo -, le devolví ambos, su mujer y su hijo. Decidme ahora, señores, ¿fue mayor la rectitud de mi acción o la alegría del esposo?”.
Estas palabras agradaron tanto a la virgen que hizo circular la copa en honor de ambos.
Los otros enigmas propuestos a continuación eran tan embrollados que no pude retenerlos todos, aunque aún recuerdo la siguiente historia contada por uno de mis compañeros: Años atrás un médico le había comprado madera con la que se calentó durante el invierno, pero cuando llegó la primavera revendió la misma madera, con lo que resultó que la había usado sin haberla consumido.
“Sin duda, eso se hace por arte - dijo la virgen -, pero el tiempo pasa y hemos llegado al final de la cena.”
“Así es - respondió mi compañero -, y que el que no encuentre solución a estos planteamientos que la pregunte a cada cual; no creo que se la nieguen.” Se recitó el acción de gracias y todos nos levantamos de la mesa más bien alegres y satisfechos antes que cebados de alimentos. Y deseamos con fervor que todos los banquetes y festines terminasen del mismo modo.
Cuando nos hubimos paseado un poco por la sala, la virgen nos preguntó si deseábamos asistir al inicio de las bodas. Uno de nosotros respondió: “Oh, sí, virgen noble y virtuosa”.
Entonces, mientras conversaba con otros, despachó a un paje en secreto. Se mostraba tan afable con todos nosotros que osé preguntarle su nombre. La virgen no se molestó en absoluto con mi atrevimiento y respondió con una sonrisa: “Mi nombre contiene cincuenta y cinco y sin embargo sólo tiene ocho letras; la tercera es el tercio de la quinta; si la agregamos a la sexta, forma un número cuya raíz excede a la primera letra en una cantidad mayor que la tercera letra y que es la mitad de la cuarta. La quinta y la séptima son iguales. La última es asimismo igual a la primera y las dos, junto con la segunda, suman tanto como la sexta que, a su vez, no tiene sino cuatro más de lo que tiene la tercera tres veces. Y ahora, señores, ¿cuál es mi nombre?” 26. El
problema me pareció asaz difícil de resolver, pero no me amilané y pregunté: “Noble y virtuosa virgen, ¿no podría conocer aunque sólo fuese una de las letras?” “Evidentemente – dijo -, es posible.”
“¿Cuánto tiene la séptima?”, pregunté . “Tanto como señores hay en la sala”, respondió.
Esta respuesta fue suficiente y encontré fácilmente su nombre. La virgen se mostró muy contenta por ello y nos anunció que nos serían reveladas muchas más cosas.
Pero entonces vimos aparecer varias vírgenes magníficamente ataviadas, que iban precedidas por dos pajes que alumbraban su camino. El primero de estos pajes tenía una cara alegre, ojos claros y formas armoniosas; el aspecto del segundo era de irritación y, como después observé, todos sus deseos tenían que cumplirse. En primer lugar, los seguían cuatro vírgenes. La primera bajaba con castidad los ojos y sus gestos revelaban una profunda humildad; la segunda virgen era casta y púdica. La tercera se sobresaltó al entrar en la sala. Más tarde supe que no podía permanecer donde hubiese demasiada alegría. La cuarta nos trajo unas flores, símbolo de sus sentimientos de amor y abandono.
A continuación iban otras dos vírgenes engalanadas con mayor riqueza, que nos saludaron. La primera lucía un traje azul tachonado de estrellas doradas; la segunda llevaba un vestido verde con rayas rojas y blancas y ambas llevaban en sus cabellos cintas que flotaban al aire, que les sentaban a las mil maravillas.
La séptima virgen iba sola. Lucía una pequeña corona y sus miradas se dirigían con más frecuencia al cielo que a la tierra. Creímos que era la novia, en lo que errarnos de mucho, aunque su nobleza era grande tanto por la reputación como por la riqueza y su linaje. Fue ella quien en muchas ocasiones ordenó el desarrollo de las bodas. Imitamos a nuestra virgen y nos arrodillamos al pie de esta reina pese a que se mostraba humilde y piadosa. Nos tendió la mano a todos al tiempo que nos decía que no nos extrañáramos demasiado por este favor que no era más que el menor de sus dones. Nos exhortó a elevar nuestros ojos al Creador, a reconocer su omnipotencia en cuanto estaba sucediendo, a perseverar en el camino que habíamos emprendido y a emplear estos dones para gloria de  Dios y el bien de los hombres. Estas palabras, tan distintas de las de nuestra virgen, más
mundanas, me llegaron directamente al corazón. Después, se dirigió a mí diciéndome: “Tú has recibido más que los otros, intenta, pues, dar más”.
Quedamos todos un poco sorprendidos al escuchar estas palabras, pues cuando vimos a las vírgenes creímos que íbamos a bailar.
Las pesas de las que he hablado anteriormente, estaban aún en el mismo sitio. La reina - ignoro quién era - invitó a cada una de las vírgenes a que tomara una y después dio la suya, la última y más pesada, a nuestra virgen, indicándonos que nos colocáramos detrás.
De esta forma fue como nuestra majestuosa gloria se vio un poco rebajada. Fácilmente advertí que nuestra virgen era demasiado buena con nosotros y que no inspirábamos tan alta estima como habíamos empezado a creer. Así pues, la seguimos en fila y se nos condujo a una primera sala. En ella nuestra virgen colgó primero el peso de la reina, mientras cantaba una hermosa canción. No había en la sala nada especial, salvo algunos bellos libros de oraciones, fuera de nuestro alcance. En el centro, un reclinatorio en el que se arrodilló la virgen y nosotros hicimos lo propio a su alrededor al tiempo que repetíamos la oración que ella leía en uno de los libros. Pedimos con fervor que estas bodas se realizasen para gloria de Dios y para nuestro bien.
Después llegamos a la segunda sala donde la primera virgen colgó a su vez el peso que llevaba, y así seguimos hasta que se cumplieron todas las ceremonias. Entonces la reina tendió de nuevo la mano a cada uno de nosotros y se retiró acompañada de las otras vírgenes.
Nuestra presidente todavía permaneció unos instantes con nosotros, pero como eran casi las dos de la madrugada no quiso retenernos más tiempo, aunque me pareció observar que le agradaba nuestra compañía, y nos deseó buenas noches y nos dijo que durmiéramos tranquilamente y de este modo se separó de nosotros, amistosamente, casi de mala gana.
Nuestros pajes habían recibido instrucciones y nos llevaron a nuestras respectivas habitaciones, acostándose en un segundo lecho instalado en el mismo aposento, por si necesitábamos de sus servicios. Ignoro cómo estaban dispuestas las de mis compañeros, pero mi habitación se encontraba toda guarnecida con tapicería y maravillosos cuadros, y amueblada con propiedad. Aunque a todo ello prefería la compañía del paje, tan elocuente y versado en las artes, que le escuché con gusto durante una hora aún, antes de dormirme a las tres y media. Fue mi primera noche apacible pese a que un angustioso sueño me impidió disfrutar del reposo enteramente a mi gusto, pues toda la noche soñé que me obstinaba en abrir una puerta que no cedía, hasta que finalmente logré abrirla. Esta fantasía turbó mi descanso hasta que por fin el día me despertó.
NOTAS A LA JORNADA TERCERA

Quintiliano, en su tratado De la Música habla de esta música “deliciosa, admirable, como no la había oído nunca en su vida” Christian Rosacruz.
Como todas las plantas que permanecen verdes en invierno, el laurel se asocia a la idea de la inmortalidad. Para los romanos era el emblema de la gloria. Consagrado al dios Apolo, se utilizaban coronas de laurel para coronar a los héroes. La “Corona de Gloria” tiene, sin embargo, en la Tradición Hebrea, un significado más sagrado Corresponde a la Kether de los kabalistas, que está relacionada con un pasaje del Libro de los Proverbios (ver Prov. I-9 y 9).
Para el poeta latino Prudencio, las siete pesas son el símbolo de las siete virtudes. El que una virtud no pese en nosotros, quiere decir que carecemos de ella, por lo que, necesariamente, tenemos el vicio que se le opone.
Los Artistas son, ya lo hemos visto, los alquimistas. Es, ridículo pretender ser alquimista sin gozar de la bendición divina, sin haber sido “elegido”.
El rojo es el color de la vida y de la encarnación; el terciopelo evoca un tipo de piel o tercer pelo que, después de la piel y del pelo que conocemos, puede revestir el hombre. Se trata del “vestido de gloria” del que hablan el Libro de Henoch (LXII-15 y 16) y el Canto de la Perla.
Piedra panacea, Lapis Spitalauficus es la falsa piedra filosofal que pretendían hacer y vender los “Sopladores de Carbones”; la prometían a ingenuos a los que engañaban a cambio de grandes sumas de dinero.
Número sagrado de los Templarios, recordemos que la torre templaria tenía ocho lados, el ocho posee un simbolismo apasionante, expresa lo que está más allá de los siete planetas, lo que trasciende el determinismo astral. Si en el Antiguo Testamento vemos que el siete aparece constantemente, en el Nuevo el número clave es el ocho, que anuncia la beatitud del sæculum venturum, del mundo que viene. Esa es la razón por la que entre los gnósticos el ocho simbolizaba la resurrección.
Alusión al célebre Vellocino de Oro de la historia de los Argonautas. En otro lugar hemos señalado el sentido profundamente alquímico del Vellocino o Toisón de Oro (ver La Entrada Abierta... op, cit., pág. 31). Ver también el Apéndice que aparece al final de esta edición de las “Bodas Alquímicas”.
El león, a través del signo astrológico de Leo, evoca la fijeza. El león volador indica que lo que era fijo ha sido hecho volátil; es un término bastante usual entre los alquimistas, que lo identificaban al disolvente universal de la Naturaleza.
10 Ver I Corintios X-32.
11 Este pasaje concuerda perfectamente con el duodécimo capítulo de la “Confesión”. Ver Apéndice.
12 Ya antes del siglo IV las autoridades eclesiásticas condenaron las obras consideradas heréticas y prohibieron su lectura. El llamado canon Muratori, que data de finales del siglo II o principios del III, además de la enumeración de los libros sagrados, propone una lista de los libros heréticos prohibidos a los fieles. La invención de la imprenta y la Contrarreforma no hicieron sino acentuar y desarrollar estas medidas. En 1571, poco después del Concilio de Trento, fue creada la Congregación del índice, con el fin de censurar corregir las obras sospechosas. El Código de Derecho Canónico prohíbe la lectura de versiones de la Escritura no aprobadas, libros que fomenten la irreligiosidad o las herejías, libros contrarios a las buenas costumbres, libros anticatólicos, libros editados sin autorización eclesiásticalibros de erotismo, etcétera.
El índice Expurgatorio, resultado de estas medidas, era un catálogo de libros cuya publicación y venta estaban prohibidas provisionalmente, hasta que fueran corregidos. Expurgatorio, de purgare, purgar, limpiar, indica que estos libros no van a ser prohibidos, sino que algunos pasajes, cláusulas o palabras van a ser borrados, limpiados o censurados.
13 Hijo de Júpiter y de Juno. Vulcano era el Dios de los herreros, y simbolizaba, para los alquimistas al Fuego de los Filósofos. Sin embargo, es bastante usual decir Vulcano en vez de fuego.
14 Aquí y ss. se exponen el binomio de Newton y las bases del cálculo binario.
15 Se trata del agua de Leteo, el río del olvido, río de los infiernos cuya agua tenían que beber los muertos olvidándose de todo lo pasado.
16 El Unicornio, como el león, es uno de los símbolos de Mercurio. En francés, Unicornio se llama Licorne, palabra formada por lion, león y corne, cuerno. Según el Talmud (Zebahim, 113 b), el Unicornio se salvó del Diluvio a pesar de no haber podido entrar en el Arca, a causa de su gran tamaño, gracias a su cuerno, con el que se fijó a ésta. Dentro del simbolismo cristiano, el Unicornio y el león son símbolos de Cristo.
17 En la astrología, Leo es un signo fijo y de fuego; por eso el león se ha asociado siempre al fuego, al Sol.
Como el Unicornio, el León indicaba entre los alquimistas uno de los dos aspectos del Mercurio de los Sabios.
En la astrología, Leo es un signo fijo y de fuego; por eso el león se ha asociado siempre al fuego, al Sol.
18 Aquí se confirma que el León simboliza lo fijo, de allí “inmovilidad completa”. Observemos que en este pasaje se le relaciona con la espada, símbolo alquímico del fijador.
19 Ver Génesis VIII-11.
20 Se trata de una alegoría al bautismo por el agua, así como a las abluciones purificadoras de los Misterios o al disolvente hermético.
21 El autor se refiere aquí a la última escena de este tercer día.
22 No se conoce ninguna obra de Andreae consagrada especialmente al ave Fénix; sin embargo. Otro rosacruz, Miguel Maier, publicó en 1622 unas Cantilenæ Spirituales de Phoenice Redivivo (Canciones intelectuales acerca de la resurrección del Fénix). De gran belleza e interés. Es, posible que existan ediciones anteriores de esta obra que, como era costumbre, circuló largo tiempo en forma de manuscrito antes de publicarse.
23 Los Filósofos Herméticos han utilizado a menudo el término “tumba” para alegorizar la putrefacción de la materia de la obra. Son corrientes en sus libros expresiones como “coge tierra de la tumba” o “poner a nuestro Rey, en su tumba”. Para otros, la tumba o el sepulcro son el símbolo del vaso hermético. Por otra parte, místicamente hablando, la tumba es un símbolo de la memoria profunda.
24 Nos hemos referido ya a Atlas en la nota 18 de la Jornada segunda. Vemos que aquí se le relaciona con el Globo terrestre y la cartografía. El simbolismo del Globo terrestre es muy misterioso y resulta curioso y significativo observar que casi todas las vírgenes negras tienen en su mano uno de estos globos. No pudiendo decir aquí más que Christian Rosacruz, aconsejamos al lector que medite este párrafo. La visita al interior del Globo ilustra el conocido adagio hermético que dice: “Visita el interior de la tierra, rectificando hallará la piedra oculta medicina universal” (Visita interiore teerrum rectificando invenies occultum lapidem universalem medicinam): V.I.T.R.I.O.L.U.M.
25 El carbunclo, que en la Edad Media recibía el nombre de “granate noble”, era una piedra imaginaria, de gran luminosidad, “capaz de iluminar una habitación”.
26 Debemos la solución de este enigma nada menos que a Leibniz, que también fue rosacruz (ver La Entrada Abierta... op. cit., pág11, nota 6). Colocando el valor numérico de las letras (A= 1, C=3, L= 12, etcétera), este autor descubrió que se trataba de
A.L.C.H.I.M.I.A.